"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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EL VENDEDOR DE RUIDOS

EL VENDEDOR DE RUIDOS © Jordi Sierra i Fabra 1981 La puerta de la tienda se abrió. La mayoría de las puertas de la mayoría de las tiendas de la mayoría de las ciudades, al ser abiertas, no hacen ruido, o todo lo más sonaban algo así como: ¡Cling, cling, cling! O sea, que hacen un tintineo armónico. Pero la puerta de aquella tienda, produjo un estruendo infernal. ¡Clang, plung, cataclang! El visitante pegó un respingo, asustado, pero rápidamente comprendió que la cosa era de lo más natural. A fin de cuentas, el rótulo de la entrada bien que lo anunciaba: “RUIDO S.A. Extenso surtido en ruidos nacionales y de importación. Toda clase de sonoridades”. Se acercó al mostrador. Un hombre de aspecto afable apareció ante él, saliendo de detrás de unas cortinillas. Llevaba unos auriculares para protegerse los tímpanos y se los quitó al sonreír y preguntar: —¿Qué desea, señor cliente? —Mire, yo quisiera un buen ruido, algo que… —¿Grave, agudo, chirriante, persistente de tiempo medio? —No se, es la primera vez que compro un ruido. A decir verdad, ni siquiera sabía que hubiese tiendas especializadas en… eso. ¿Qué me aconseja? —Dependerá de para que lo quiera, caballero —apuntó el vendedor, —Hombre —al cliente la observación le pareció absurda—, quiero un ruido que… que haga ruido. Y cuanto más, mejor. El vendedor curvó los labios hacia arriba, en señal de comprensión. Introdujo ambas manos debajo del mostrador y cuando reaparecieron sostenían una caja. Al abrirla se oyó un lúgubre: —¡Ñeeeeeeeeeeeeeec! —Este, está muy solicitado —dijo— : “La puerta gimiente”. Suena peor que la peor de las puertas peor engrasadas. Y viene en tres modelos, vea: “Gemido prolongado”, “Lamento profundo” y “Terror nocturno”. —No sé, no sé —vaciló el señor cliente—. Un poco vulgar, ¿no? Quiero decir que lo de las puertas que gruñen ya está muy visto, aunque reconozco que es habitual, discreto y eficaz. —Por supuesto, tengo algo mucho más estridente —el vendedor sacó otra caja de debajo del mostrador—. Oiga este tremebundo y genuino llanto de niño recién nacido. —¡Bua-aaaaaa, buuuu-aaaaa, aaaaaahhhh! —No, este no, porque todos saben que yo no tengo niños y sería sospechoso. —Es una buena razón. Pero no se preocupe, porque le aseguro que encontraremos lo que necesita. ¡Ruido es lo que más hay en este mundo nuestro! —¡Cuanta razón tiene —convino el señor cliente. El vendedor desapareció detrás de las cortinillas. Volvió a salir a los pocos segundos con varias cajas apiladas una encima de la otra. —Aquí tiene algo exclusivo para los domingueros que no pueden salir a contaminarlo todo durante el fin de semana, los que han de quedarse en casa y quieren las mismas comodidades que en el campo, como por ejemplo el ruido de cigarra molesta. Precisamente se llama así: “La cigarra loca”. —Ric-ric-ric-ric-ric-ric. —Es original, sí, aunque… —Es pesadísimo, se lo aseguro yo. Igual que las cigarras, comienza y no para. ¡Dura horas! También tenemos algunos de ciudad. Oiga, oiga. El cliente tuvo que taparse los oídos. El ruido de una potentísima moto, de esas que rugen sin piedad y ponen los nervios de punta, se expandió por la tienda. —¡Brrrrammmmm… Ruaoaaaaaabrrrrrmmm… Brrraaammmgggrrr! —Ya veo que le ha impresionado —dijo satisfecho el vendedor—. ¿Y qué me dice de éste? Se llama “Obras en la salita de estar”. El inconfundible ruido de una máquina compresora, de esas que se pasan el día levantando los adoquines de la calle, taladró el ambiente con su monótona persistencia. —¡Tac-tac-tac-requetetac! — Muy bueno —afirmó el señor cliente—, aunque ese ruido, como el de la moto, la verdad, no hace falta comprarlos porque están en toda partes. —Pero la calidad está muy mejorada —hizo notar el vendedor—. Y si no, repare en este “Grifo insoportable”. —¡Clic!… ¡Clic!… ¡Clic!… Era una gota de grifo mal cerrado, monótona. —Increíblemente bueno. De noche ha de ser insufrible, como para volverse loco. ¿Lo malo es que yo quería algo que se oyera mucho, a distancia. —¿Qué me dice del claxon ensordecedor? Vea este modelo, se llama “Aullido gélido”. Lo de gélido, por supuesto, es porque deja helado y con los pelos de punta a quien lo escucha. ¿Preparado? Parecía que allí mismo hubiera un coche a punto de reventar las paredes a golpes de claxon. —Turulí, turulú, turiló-turilí… ¡Moooooc! El señor cliente dejó de taparse los oídos cuando el estruendo cesó. Su cara era todo un poema. —La verdad es que… no sé —suspiró desalentado. El vendedor no se amilanó. —Sí, es difícil decidirse —dijo— ¿Por qué no me dice usted para que lo quiere? —Yo… odio el ruido, ¿sabe? —volvió a suspirar el presunto comprador —pero, verá, tengo un vecino que es in-so-por-ta-ble, y he de hacer algo o me volveré loco. —¿Un vecino? ¿Qué vecino? —El que cada noche no me deja dormir. Ya no puedo más. El vendedor empezó a ponerse serio. Más que serio, preocupado. Más que preocupado, expectante. Más que… Bueno, dejémoslo. —¿Dónde vive usted? —quiso saber. —En la calle del Aguila Real, número cinco. Silencio. El vendedor se puso pálido. Sus ojos formaban dos círculos en mitad de los cuales flotaba el iris, inmóvil. —¡Ay, ay, ay! —exclamó. —¿Qué le pasa? —Es que… no sé ni cómo decírselo, yo vivo en la calle del Aguila Real número siete. —Entonces, ¿usted es…? —Su vecino. —¡Sopla! Se quedaron mirando el uno al otro, más atónitos y sorprendidos que enfadados. —Pero, hombre de Dios —gimió el cliente—, ¿qué hace usted por las noches? —Pues ya ve usted… Pruebo el material. Es el único momento en que puedo hacerlo tranquilamente. No sabía que viviera gente en la casa de al lado, créame que… ¿Por qué no me lo dijo? Le he llamado por teléfono, y he ido personalmente, pero está claro que ni oye el timbre ni los golpes en la puerta. Y es natural, con ese alboroto. El vendedor bajó los ojos hasta depositar una mirada culpable en el mostrador. Al señor cliente, no le pareció una mala persona. A fin de cuentas, cada cal se ganaba la vida como mejor podía y sabía. ¡Menudos estaban los tiempos! A pesar de ello sintió curiosidad. —Oiga, ¿y por qué vende usted ruidos? —¿Que por qué vendo ruidos? —la pregunta tuvo una repetición llena de cantarines aires de ironía—. Porque a la gente le encanta el ruido, ¿no lo ha notado? ¿Qué es lo que más abunda en todas partes? El ruido. Es un gran negocio, en franca expansión. Cada día se hace más y más ruido. Fijese, estoy esperando el de una nave interplanetaria despegando. ¿Se imagina? Podrá escucharlo en su propia casa, a todo volumen. —Pues yo creo que a la gente lo que le pasa es que no conoce el silencio —repuso el señor cliente muy convencido—. Yo tenía un hermano pequeño que siempre estaba haciendo ruido, hasta que una noche le hice escuchar un buen silencio, y ahora… bueno, que no le saquen de ahí. Lo admite todo, menos que le turben el silencio. ¿Por qué no vende silencios? —¿Cómo… dice? —Ah, pero, ¿no sabe que también hay muy buenos silencios? —No, como lo mío es… precisamente lo contrario. —Pues sí, sí. Hay silencios preciosos. De bosque en invierno, de bosque en primavera, de bosque después de una buena tormenta… Puede imaginarse que son muy distintos, claro, ¡no tienen nada que ver! Y están los silencios de playa, del espacio, de planeta deshabitado, de isla desierta, de vuelo sin motor, de funeral, de noche en el desierto, de habitación sin tele, de… —¡Espere! ¡Espere! —el vendedor le detuvo entusiasmado—. No me diga más. Si en algo soy bueno es en los negocios, y esto me huele que puede ser una mina de oro. ¡Todo el mundo hace ruido, pero nadie dispone de silencios! ¡Qué idea más genial! El señor cliente sonrió feliz. —Celebro que le guste —afirmó. —¿Dónde puedo conseguir un buen surtido de silencios? ¿Conoce usted por casualidad a….? —Yo los hago, es mi pasatiempo favorito. Los ojos del vendedor se dilataron aun mas. —¡No me diga! —casi gritó. —Sí —reafirmó su vecino. —Entonces… Sus manos se encontraron por encima del mostrador, en un apretón firme y sincero. Aquel mismo día se hicieron socios, formaron una empresa de fabricación y venta de silencios y cerraron la tienda de ruidos. Al principio, a las personas les chocó. Ya se sabe que cuando alguien está habituado a algo, le cuesta cambiar. Pero luego, poco a poco, silencio a silencio, la tienda se convirtió en un gran éxito. Todos iban a encargar y comprar silencios, algunos a medida. Fue fabuloso, y en especial aquella célebre campaña de anuncios por televisión en la que no se oía nada. Hombres, mujeres y niños miraban la pantalla sorprendidos por la súbita paz que por espacio de unos segundos flotaba en sus casas. Sí, un gran éxito. Pero, sobre todo, para el inesperado fabricante de silencios, representó la paz y poder dormir cada noche a pierna suelta, después de haber logrado que su ruidoso vecino cambiase de actividad. Lo sé muy bien, porque yo… yo vivo en la calle del Aguila Real, número nueve.

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